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Opinión: Reflexiones sobre la responsabilidad y la verdad en tiempos de conflicto | EL PAÍS

La política española no está impregnada del espíritu navideño, sino más bien del de un Grinch. El debate político, que puede y debería ser profundo, se ha convertido en un simple "Yo acuso" al adversario, ya sea aludiendo a Franco o a Broncano, a las opiniones de The Economist o a los mensajes del fiscal general.

La política no solo transcurre en los juzgados, sino que copia el formato judicial. Los líderes no hablan a la ciudadanía como una junta directiva a sus accionistas —¿Qué queréis? ¿Qué os parece esta propuesta?—, sino como el procurador y el abogado a los miembros del jurado —yo acuso a Fulanito; pues yo, a Menganita—.

Los alegatos de unos y otros son delirantes. Todos empiezan con la desgastada precaución de siempre: respetamos la presunción de inocencia. Pero, luego, su hipótesis de trabajo es siempre la peor para el adversario político —y la confianza ciudadana—. En el PP parten de que “no hay forma humana de que nadie que ha formado parte de los gobiernos de Sánchez diga la verdad”, con lo que toda insinuación que orbita sobre el Ejecutivo es creíble, ya sean hechos comprobados o papeles garabateados. En vez de demandar el esclarecimiento de cada incidente por separado, se apresuran a poner una querella contra los socialistas por financiación ilegal, tráfico de influencias y cohecho. El PSOE es una “organización con fines ilícitos”, algunos de sus dirigentes quisieron lucrarse “a costa de la muerte y de la enfermedad” en la pandemia, Sánchez es el “número uno de la trama” y preside un “régimen bolivariano”. No es un Gobierno, es un carrusel de “minuto e imputado”.